William Vanders


Puedo decir que entre mis nueve y doce años el ruido de la realidad era ajeno a mis intereses. Solía ir de pesca en solitario o con mis amigos. Era común llevar un registro mental de todos los árboles frutales ubicados en un perímetro de diez kilómetros, así como la cantidad de dioses custodiantes, perros peligrosos y señoras gruñonas resguardando sus dominios. A pie o en bicicleta, recorría los senderos con la idea fija sobre las matas repletas de ponsigué, mamón, pomarrosa, mango, pomalaca, mora silvestre y aguacate. Pero esta circunstancia imaginativa, más que un goce por ansiedad, siempre fue primero un reto.
Una cosa era pensar en néctares y ambrosías y otra muy distinta la de enfrentarme con los dioses de la naturaleza, hablar con ellos, plantearles temas filosóficos con la finalidad de engañarles y robarles sus frutos. Siempre fue peligroso entablar diatribas con las entidades divinas que protegen a las arboledas, porque de no aprobar sus exigencias corría el riesgo de ser castigado con mudez por una semana, alargamiento de orejas, desaparición de pestañas durante las noches y hambre repentina y profunda justo a las tres de la madrugada.
Me educaron para hincarme ante el árbol, poner mi mano derecha sobre su tronco, solicitar permiso para tomar su cosecha, agradecer por lo recibido, esparcir las semillas de lo ingerido y hacer una venia en señal de respeto previo a la despedida. Muchas veces conversé con los espíritus de la ceiba y otras tantas con las energías más potentes que rodean a los troncos moribundos. Siempre obtuve recompensas inmateriales luego de dos horas posteriores a estos diálogos, como si un don me hubiese sido concedido o un regalo por contactar a los hacedores de la transmutación del aire. Las retribuciones eran mágicas. De cada palma de mi mano salían humos brillantes. Y de esas brumas esplendentes surgían ecos. Y de los ecos se manifestaban rostros. Y de los rostros, palabras. Y de las palabras, imágenes de montañas distantes y desconocidas. Y sin previo aviso, las nubes escarchadas volvían al centro de cada palma de mis manos, las horadaban y desaparecían sin dejar rastro.
Quedaba absorto y enloquecido cada vez que esto ocurría. Y como quien queda preso en su ludopatía, durante tres años retorné con insistencia y probé una y otra vez los manjares y me divertí reiteradamente con los obsequios tras cada rigurosa disquisición. Con el tiempo me convertí en un pequeño homínido desbarbado que recién tenía estatura para ver por encima de su limitado intelecto. Un individuo sin experiencia, con cierta puerilidad apenas abandonada sobre la piel del rostro.
Torné mis pasos de hombre hacia el bosque y encontré a la tragedia de las ausencias. Mi niño era solo un ayer y aunque mi esencia estaba intacta, no fue posible acceder al diálogo con los dioses. Pertinazmente toqué el corazón de cada tronco, miré con detalle las raíces más robustas y antiguas, grité dentro de los huecos de las ceibas murientes, me abrí de brazos, expandí mis palmas de cara al cielo, cerré los ojos, apreté mis párpados y rogué por una respuesta. Nada ocurrió. El silencio pasmó mis sentidos y aún hoy no encuentro la respuesta a mi soledad en la soledad de la floresta.
William Vanders. Nacido en alguna parte. Vive en una isla. Se dedica a buscar tesoros. Le gusta ir a la montaña y caminar por la orilla del mar. Nadador. Bucanero sobrio y ladrón de ladrones. De tiempo libre para los oficios libres. Colecciona playas redimidas en caracoles viajeros. Duerme sin almohada y con espada al cinto. Se asombra fácilmente y sueña el mar. Despierta sin sol y alimenta a sus polillas. A veces pinta y dibuja. Como Tirso Vélez, quiere con su pincel, pintar no la flor sino el aroma. Hace intentos por escribir para que la palabra sea útil. Cree que El poeta de la poesía, es un martillo donde hay tachuelas sobrantes para las penas. Que es un mar inmortal en piedras dormidas. Que el poeta es el no poeta. El que mira el cielo en los ojos del río. El que invisible, quema su nombre en los surcos de las manos. El que con palabras dice la lluvia y con susurros escribe el fuego. Además, bebe vino y es vegetariano.